Las grandes expectativas en política suelen acabar decepcionadas. Pocas mayores ha habido en el siglo XXI que la de Obama y, aunque aún le cueste asumirlo a la izquierda norteamericana, su prometedora irrupción desembocó en un final mediocre, en una rutina de compromisos incumplidos y gestión lánguida. Trump fue, en el fondo, el legado real de esa etapa de elegante ineficacia cuyos perdedores se tomaron la revancha eligiendo a un populista de maneras expeditivas y retórica zafia, una especie de Jesús Gil a gran escala en el que ciertas capas de población marginada creyeron encontrar un camino de esperanza. Y a su vez, la herencia trumpiana consiste un país dividido en dos facciones de irreconciliable hostilidad sectaria, unas instituciones medio